Se ha dicho que una de las dificultades que experimentaron los hombres del Renacimiento fue la conciliación de la civilización clásica con la Cristiandad. Indudablemente, la conexión de las creencias del Renacimiento y las cristianas, es más evidente en la literatura humanista. No podemos negar la influencia de la filosofía neoplatónica que tuvo gran auge entre los pensadores de la Villa Careggi en Florencia. De aquí surgirán los grandes filósofos neoplatónicos: Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirandola.
Mientras nos encontramos con una Florencia neoplatónica, en el Véneto[1] presenciamos la continuación del aristotelismo, pero desde la interpretación de Averroes. Así, encontramos dos posiciones diferentes a lo largo de la pintura renacentista: una expresión claramente neoplatónica en los pintores del quattrocento florentino, y un realismo propio del aristotelismo en la Escuela Veneciana.
Del arte del primer Renacimiento florentino, que abarca el siglo XV, Sandro Botticelli (Florencia 1447-1510), pintor oficial de los Médici y amigo de los neoplatónicos de la Villa Careggi, representa el momento final y conclusivo.
Amado y admirado por sus contemporáneos, terminó por ser considerado un artista ya superado y, por fin, olvidado, hasta que en el siglo XIX, el ensayo de Walter Pater lo impuso al interés de estudiosos, poetas y artistas. Por mérito suyo, la historiografía decimonónica se acercó a la obra de Botticelli, proyectando en ella su sensibilidad sensual, mórbida; que vislumbra en la obra de Sandro ya no el candor imaginativo y la frescura de sentimientos que se acostumbraba darle, sino perversidades encubiertas.
Los neoplatónicos de Careggi no serían soñadores, sino iniciadores de una teosofía misteriosa, frente a la cual Botticelli no sería indiferente. Poetas y artistas subrayaron los aspectos desconcertantes de la belleza andrógina botticelliana y consideraron a La Primavera como <irresistible y terrorífica>[2]: en ella estaría presente la lujuria, la belleza y la muerte. Si, por ejemplo, Pater habla de la belleza remota y sonambulesca, frágil, y andrógina de las figuras botticellianas, en contraluz casi transparentes, otros van más allá, y describen, por ejemplo, las bocas botticellianas como carnales, frescas como frutos, irónicas y dolorosas, enigmáticas...
Sin embargo, al lado de estos aspectos –que podríamos denominar decadentes- que la inquietud y el hermetismo icónico de Botticelli despertaron, existe una tendencia contraria que ve en su pintura una obra llena de gracia y de dolorosa y melancólica sensibilidad, pero esta interpretación, sugerida por el lirismo de su línea, favorece la idea de que Botticelli es un pintor suave, femenino.
Por el contrario, Botticelli une, a la dulzura y suavidad, fuerza y energía. Basta con ver sus vigorosos retratos, como El joven del Medallón (en el que algunos ven un autorretrato del artista), o el San Agustín, notable por su fuerza e intensa espiritualidad.
Como casi todos los artistas florentinos, Sandro había iniciado su aprendizaje en la bottega de un orfebre, y la técnica del cincel, del dibujo grabado con la punta del diamante, tendrá una influencia definitiva en su obra; el artista florentino continuará dibujando los contornos de sus figuras con una línea sutil, incisiva, llena de elegancia.
Algunos estudiosos han resaltado en los rostros botticellianos un sentimiento, más que de melancolía, de indiferencia, palabra inadecuada para una pintura tan empeñada en valores espirituales, de la cual se puede más bien hablar de un sentimiento de ausencia, de alejamiento de la realidad, de falta de encarnación de sus personajes, que aparecen como fantasmas sonámbulos, en un mundo que les es extraño. Walter Pater relaciona la pintura de Sandro con un libro del humanista Mateo Palmieri, La città di vita, cuyos protagonistas son los ángeles que, en la rebeldía de Lucifer, no tomaron partido ni con Dios ni contra Dios. Serían, en suma, los abúlicos que Dante marca con su desprecio en el canto tercero del “Infierno”, y que Botticelli, al contrario, representaría con simpatía identificándose con su condición incierta. Influido por el libro de Palmieri, Pater insiste en que los personajes botticellianos –sagrados o profanos- son personajes bellos y que parecen ángeles, pero embargados por un sentimiento de abandono o de vacío, la tristeza de los desterrados, conscientes de una pasión y de una energía mayor que en ellos no se alberga; y este sentimiento daría color a toda la obra de Botticelli.
Sin embargo, la carencia de encarnación de sus figuras, más que con Palmieri, está relacionada con el neoplatonismo de Marsilio Ficino, para quien los seres humanos se sienten en el mundo terrenal como exiliados de su verdadera patria –el cielo-, el lugar de donde descienden, a la cual anhelan regresar, para esos desterrados, el mundo terrenal es una especie de prisión dirá Miguel Ángel. En la Theologia platonica de Ficino, el hombre tiene conciencia de sus límites sobre la tierra, y de su muerte, vive una realidad cuyo significado se le escapa, sufre un exilio del que quiere liberarse.
La obra de Botticelli podría considerarse la expresión emblemática de una civilización que busca refugio en la belleza ideal, fuera de una historia demasiado amarga para poder ser vivida y aceptada serenamente.
La melancolía es el sentimiento constante que permea toda la obra botticelliana y, para los neoplatónicos, la melancolía es el sello del genio. Ya Aristóteles se había preguntado por qué todos los hombres excepcionales son de temperamento melancólico, hasta el punto de ser afectados por los estados patológicos que de esto derivan. Hay una coincidencia entre la melancolía aristotélica y el “furor divino” de Platón que es objeto de atención del neoplatonismo y de largas discusiones durante el Cinquecento hasta Giordano Bruno.
Todo el Renacimiento cultivó un gran interés por la teoría de los cuatro humores que determinarían los diversos temperamentos humanos: el melancólico, el sanguíneo, el colérico, el flemático; entre éstos, el que privilegia el genio es el melancólico. La melancolía fue considerada una fuerza intelectual, la vía de acceso a los estados excepcionales de la creación.
Marcel Proust, que amó y admiró la obra de Botticelli, vio también en ella la luz de la melancolía.
Botticelli basó su estilo en la línea, el movimiento y la luz, una luz que envuelve todo a través de colores claros y evanescentes. La línea, al delinear la figura, la desprende del espacio alejándola de la naturaleza y de la historia. La luz se desmaterializa; y la luz es el elemento central de la construcción neoplatónica de Marsilio Ficino. A través de la luz y de la línea, Botticelli logra el movimiento lleno de pathos que revela la inquietud de su alma.
La gran novedad del Renacimiento es que el movimiento es vida, contrario al hieratismo e inmovilidad de los artes bizantino, románico y gótico.
El arte y la sociedad florentina no remitían tanto a la antigüedad apolínea de los clasicistas como a una antigüedad impregnada de pathos dionisíaco. Y la adopción del pathos dionisíaco, así como la exaltación del desnudo que quiere subrayar la unidad cuerpo – alma, implica una ruptura no sólo con el arte sino con toda la vida en su movimiento, intensificar la expresión física y psíquica, romper con las limitaciones impuestas a la expresión por la Edad Media.
La luz es el elemento central de la doctrina neoplatónica de Marsilio Ficino de la cual es seguidor Botticelli (ya la luz es capital en la filosofía del Pseudo Dionisio: “toda criatura, visible o invisible, es una luz traída a la existencia por el Padre de las luces (...). Esta piedra o ese pedazo de madera es una luz para mí (...).”[3]). Según Ficino, la luz es el elemento metafísico, espiritual, que envuelve todos los aspectos de la realidad espiritual: el Amor, la Belleza, el Alma, entre los cuales hay una profunda conexión.
Se entiende que cuanto más luminosa es la forma, tanto más espiritual. La belleza es esplendor de la luz divina, emanación del rostro divino y por eso la belleza es lo bueno, el amor que lleva a la autoelevación del hombre, al éxtasis, a la beatitud.
El arte de Botticelli no es mímesis de la realidad sino de la Idea que está más allá del tiempo.
El pensamiento de Ficino es fundamental para entender a Botticelli, quien absorbe los motivos neoplatónicos del filósofo de Careggi y de sus contemporáneos, para los cuales la belleza es algo incorpóreo.
Sandro busca la belleza absoluta, eterna como la verdad espiritual, extraña a lo transitorio de la historia, justamente en contraste con la función de conocimiento que los florentinos atribuyen al arte, como es el caso de Leonardo.
El interés por la naturaleza, que se traduce en naturalismo pictórico, era un rasgo común a todos los pintores florentinos que se explica con la inclinación instintiva hacia la ciencia más que hacia el arte. La falta en el Quattrocento de una ciencia en el sentido estricto del término, sería lo que llevó a los jóvenes florentinos a entrar en las bodegas y a volverse artistas. Para Leonardo era fundamental entrar en la realidad sirviéndose de la observación y de la experiencia, “madre de todo conocimiento”.
Los temas de El Nacimiento de Venus y La Primavera son antiguos, paganos, pero aluden a los nuevos mitos de la religión cristiana, en la línea del humanismo cuatrocentista que sostuvo la continuidad y conciliación entre mundo clásico y mundo moderno, que fue uno de los grandes tópicos del neoplatonismo.
La doctrina de Ficino, filtrada a través del neoplatonismo y del cristianismo, sostuvo la tesis de una revelación perenne del Verbo, de una prisca theologia presente en los textos antiguos, de una ética profana que antecede a la revelación del Dios cristiano. Tanto Ficino como Pico creen firmemente que la revelación es una, que hubo una revelación divina anterior a la venida de Cristo; revelación presente, aunque de manera velada, en los mitos, en las profecías, en la poesía, en los antiguos filósofos, de los cuales Platón constituiría el ejemplo más venerado (ya en La Ciudad de Dios, San Agustín había subrayado las analogías del pensamiento platónico con el cristiano). Es claro que la concepción neoplatónica sigue una línea que contrasta con la desmitificación, el vaciamiento de los mitos clásicos operado por el cristianismo, y por eso carga con la acusación de paganismo. Más aun, para Pico della Mirandola, quien es el primero en interesarse por las religiones orientales, el neoplatonismo va más allá del concepto de Ficino de una prisca philosophia. Es una religiosidad muy moderna que en tiempos de dogmatismos e inquisiciones, no podía más que suscitar sospechas y persecución.
Si para los neoplatónicos el cristianismo era la síntesis más perfecta de las religiones primitivas y paganas, había, pues, que ahondar en los antiguos mitos, en el pensamiento y las literaturas antiguas – desde Homero hasta la Biblia, la Cábala, Virgilio – y, sobre todo, en los textos herméticos traducidos por Ficino que tuvieron un gran éxito a finales del Quattrocento, para encontrar la clave de todos los misterios que Dios había ofrecido desde siempre a los seres humanos en búsqueda de la verdad.
Está implícita la convicción de que el hombre tiene que llegar a los misterios por mérito personal, es decir, a través del esfuerzo del conocimiento y de la fe. Son ideas que también Dante había reiterado.
De todos esos sentimientos nació una nueva mitología con espíritu y cualidades propias: entre dos sentimientos, el sagrado y el profano, que se entrevé en la pintura de Botticelli; el creador más cercano al pensamiento neoplatónico.
En el Nacimiento y La Primavera observamos complementariedad de las figuras centrales de los dos cuadros que representan a las dos Venus: en el Nacimiento, la Venus madre del Amor divino, y, en La Primavera, la Venus madre del Amor humano, o vulgar (en sentido no peyorativo como subraya el mismo Ficino), que preside la creación. Las dos Venus son dos grados del Amor, un binomio, que no se excluyen sino que pueden integrarse.
El Nacimiento es la epifanía de la Venus divina, desnuda, que sale del mar impulsada por el soplo de Céfiro, complementada en el otro lienzo por la Venus mundana, vestida.
Es preciso conocer el repertorio iconográfico de la época para saber que la desnudez que podría representar la carnalidad es el símbolo de la castidad, de la verdad, sin adornos (en el lenguaje común, para dar énfasis a la verdad se habla de la <verdad desnuda>). Por eso Botticelli presenta a la Verdad desnuda de La Calumnia.
En el Cinquecento, en su Amor sagrado y profano, Tiziano presenta también el amor sagrado desnudo en su esencialidad, sin adornos que no sean los de su belleza, mientras que la dama que representa el amor profano está ataviada con gran lujo, con un cofre de joyas en la mano que le sirve para realzar su belleza efímera. Este cuadro pertenece, como dice Panofsky, a un tipo de “cuadro dialéctico”; lo cual no implica, como se ha visto, que esos principios en Botticelli no lleguen a integración.
La Primavera, cuya figura central es la Venus natural, vulgar o humana, se inspiraría, según unos estudiosos, en la Justa de Poliziano que celebraba la victoria de Giuliano de Médici. La Primavera es, al igual que el Nacimiento, una composición horizontal que se despliega en el paisaje de un bosque que parece un telón de fondo para las figuras de la Venus genetrix y de su séquito. Los árboles, a la manera de dos alas concéntricas, forman una especie de altar a la figura central de Venus; mientras, en primer plano, las figuras de Flora y Céfiro y de la Primavera por un lado, y por el otro, las de las Gracias y Mercurio[4], siguen pausadamente y en movimiento de danza el ritmo de los árboles, formando ala a la figura central. La composición se concentra sin desahogo hasta el punto de que las figuras en primer plano parecen volcarse hacia el espectador.
A finales de siglo, cuando estalla en Florencia la crisis político – religiosa que se venía perfilando, Botticelli no permanece indiferente a los graves acontecimientos religiosos y políticos que vive la ciudad, y su obra final registra de manera impresionante su angustia espiritual. Es importante subrayar que Botticelli, nacido en 1447, se forma y despliega su actividad artística en el contexto de la crisis que caracteriza la segunda mitad del Quattrocento, cuando la caída de las instituciones republicanas transforma la Comuna florentina, basada en una larga tradición de libertad. El Quattrocento no fue un siglo monolítico. En su primera etapa, hasta alrededor de 1450, Florencia vive un período de entusiasmo creativo que hace de ella el centro de transformación intelectual – Brunelleschi, Alberti, Masaccio, etc.- que crea una nueva visión del espacio y conoce en el campo político el equilibrio entre vida activa y vida contemplativa, que había sido objeto de las preocupaciones de Petrarca.
Los grandes humanistas, como Salutati y Bruni, sin dejar los studia humanitatis, exaltan con una vida ejemplar de eficiencia y probidad al servicio de la república, el compromiso que todo ciudadano debe tener con su propia ciudad.
La crisis política se inicia en Florencia alrededor de la mitad del siglo, por obra de Cosme de Médici quien, asegurándose el favor del pueblo empieza a desmantelar las instituciones republicanas y determina la transformación de la Comuna florentina en signoria y luego en principato, bajo la dinastía medicea.
Florencia se convierte así en una ciudad despóticamente gobernada por los Médici que, aun siendo mecenas iluminados y favoreciendo una espléndida labor creativa, no dejan de ser tiranos que no gobiernan “con el rosario en la mano”, como dice Maquiavelo. Paralelamente se inicia el proceso de desintegración de la inteligencia humanista. La crisis del Estado y la supresión de la libertad marcan nuevas tendencias de la cultura florentina. Por eso se puede hablar del neoplatonismo como una <filosofía de la crisis>.
A la muerte de Lorenzo (1494) y después de la llegada de los franceses, estalla la revuelta antimedicea encabezada por el dominico Girolamo Savonarola, protagonista que domina el último cuarto decenio del Quattrocento. Savonarola se da cuenta de que no puede existir una libertad religiosa sin la libertad política, e instaura, con la ayuda del pueblo, la república popular florentina. Sus prédicas en la iglesia de Santa María Novella aglutinan a su alrededor a todos los estratos sociales.
Las crónicas italianas documentan la conmoción religiosa y los anhelos de renovación, de la llegada de una nueva era, de un mundo nuevo. Estamos en vísperas de la Reforma. Sin embargo, el deseo de renovación se acompaña con la tristeza del ocaso que había caracterizado los finales de la Edad Media. Catástrofe y renovación son las contradicciones que Eugenio Garín señala en Leonardo, quien en esos años alterna proyectos de nuevas ciudades y de máquinas maravillosas con imágenes de destrucción universal. Son también los años en que Signorelli pinta en Orvieto los frescos del Fin del mundo y la Llegada del Anticristo, y Durero pinta su Apocalipsis.
Bajo la influencia de Savonarola, muchos de los humanistas, como Pico, escogen la vida monástica.
En 1481, Botticelli va a Roma en donde se queda dos años, en los que empieza a leer e ilustrar a Dante. Pinta en la Capilla Sixtina las historias de Cristo y de Moisés, dejando tres grandes frescos: la Purificación del leproso, las Escenas de la vida de Moisés y la Purificación de Coré, Datán y Abirón.
Botticelli continua pintando, pero, ya bajo la influencia de Savonarola, y en el clima fervoroso de la nueva religiosidad, su producción cambia definitivamente.
Renuncia a la elegancia mundana de la figura y regresa a la iconografía espiritual cristiana, y desaparece en su obra cualquier tipo de contaminación del mundo pagano.
Regresa a la liturgia y a los dogmas cristianos, pasa por encima de la perspectiva, renuncia a sus colores resplandecientes, retoma los motivos arcaicos del gótico, de los primitivos medievales, llenos de ingenuidad y de auténtica fe, de celo religioso y moral. Las figuras no son ya simulacro de una aparición, sino formas empeñadas en el drama religioso que la ciudad vive, penetradas por la luz en la que permanece, al igual que el movimiento, el elemento metafísico de la herencia neoplatónica.
[1] Universidad de Padua.
[2] ROSSI, Anunziata: “Sandro Botticelli Neoplatónico”. En: De Filósofos, Magos y Brujas. P. 203.
[3] PANOFSKY, Erwin: El significado en las artes visuales. P. 151.
[4] La razón que guía a las Gracias.
cual es la bibliografia de este texto!?
ResponderBorrarROSSI, Anunziata: “Sandro Botticelli Neoplatónico”. En: De Filósofos, Magos y Brujas. Instituto de Investigaciones Estéticas. UNAM
ResponderBorrar