Presencia femenina en la
Historiografía
La mujer, el sexo
y el amor forman parte de nuestra historia como la forman en cualquier lugar
del mundo.
La escasa
presencia de las mujeres en la historiografía argentina no se debe sólo a que
los historiadores, casi todos hombres, privilegian su sexo, sino a que su
interés estaba centrado en la historia política, donde no abunda la presencia
femenina. Las mujeres no están “ausentes de la historia”: se las encuentra en
todos los documentos, pero los historiadores del siglo XIX no “preguntaban” a
los documentos sobre temas de historia social porque no les interesaba. Como a
sus contemporáneos europeos, les inquietaba más la historia política y del
poder en las que sobresale la presencia masculina. El fuerte de la mujer, en
cambio, está en la historia social y de mentalidades.
Es recién en la
segunda década del siglo XX, con la aparición en Francia de la Escuela de
Annales (Lucien Fevre, Marc Bloch, Fernand Braudel) que comienza a valorarse la
historia social. Esta corriente historiográfica estaba interesada en destacar
la importancia de lo cotidiano, de lo que sucedía en los hogares y lugares de
trabajo y diversión; no sólo en las batallas y Cortes. De entonces data el
interés por las actitudes y el pensamiento femenino y empiezan a surgir las
historias de las mujeres que no han sido sólo reinas, heroínas o cortesanas
sino activas participantes en el proceso social y económico.
De estos estudios
de género sobresale Georges Duby con su Historia
de las Mujeres de la Antigüedad al siglo XX.
Hasta 1950 son
rarísimos los trabajos dedicados a biografías femeninas. Hay desde luego
algunas excepciones cuando se trataba del caso de mujeres tan descollantes como
Mencia Calderón de Sanabria, Mariquita Sánchez o Encarnación Ezcurra; pero
estas publicaciones revelan un enorme desequilibrio entre la importancia que
tuvieron estas mujeres en nuestros procesos históricos y la atención que le
prestaron nuestros historiadores.
Antecedentes
Se ha cometido una
gran injusticia historiográfica para con la mujer pobladora. Se la ha tenido
tan poco en cuenta, que ni siquiera se sabe cuándo se integra a la ciudad, si
está desde la primera hora, cuándo y con quién llegó...
Para hablar de las
mujeres argentinas debemos referirnos en primer lugar a las viajeras españolas
que acompañaron a los navegantes del siglo XVI. Ellas están signadas por las
formas asociativas primarias en la vida de las mujeres del Barroco: familia y
convento. En nuestro próximo encuentro nos enteraremos de la vida religiosa en
nuestra sociedad colonial.
Son estas mujeres
las que ponen el cimiento de las rudimentarias familias del primer embrión de
nuestra nacionalidad.
Alrededor de
veinte son las que arriban al Río de la Plata en la expedición de Pedro de
Mendoza. Una de ellas, conmovió a las generaciones futuras con la descripción
del penoso estado al que se vieron reducidos los orgullosos conquistadores poco
después de su llegada. Se trata de Isabel
de Guevara, quien se constituye en verdadera corresponsal de la expedición
de Mendoza. Entre otras podemos mencionar a María Dávila, Mencia Calderón de
Sanabria, Ana Díaz, María Mexía Mirabal, Teresa Ascensio de Mallea, Juana Ortíz
de Zárate.
Las mujeres que encontraremos a principios del siglo XIX, estas "bellas argentinas", como las
designan la mayoría de los viajeros extranjeros, proceden de toda una tradición
americana que emergió de la realidad que le tocó vivir al español que llegó a
estas tierras. Realidad única, totalmente diferente de la América anglosajona,
eso era América Latina: todo un gran espacio nuevo casi atemporal, rayando en
lo mítico, listo para ser descubierto. Si vamos al principio de las cosas,
podremos ver lo que es este continente o lo que fue para aquellos primeros
navegantes que surcaron el océano a enfrentarse a lo desconocido, en busca de
aventura, fama y fortuna.
Los parámetros de acción de la mujer se extendían desde dar descendencia
a organizar el hogar. Ninguna educación que no fuera la destinada a hacer de
ella una buena esposa era necesaria. Las condiciones que se habían puesto, y
que se desarrollarían durante todo el siglo XVI y parte del XVII, eran muchas:
que la mujer lea, pero solamente catecismos, libros devotos y de meditación;
textos bíblicos, muy rara vez, y que no los interprete sola, que lo haga bajo
la atenta vigilancia de su confesor. La educación incluía escritura, algunas
reglas de aritmética, pero por sobre todas las cosas religión. Finalmente toda
mujer se encontraba en lo privado bajo el dominio de un hombre: su padre, su
esposo y en el caso de la monja, su confesor. "No vaya a pensar sola, no se le ocurra opinar". Podemos
ver dos tipos de ámbitos que oficiaban de claustros a los que la mujer estaba
sujeta: el doméstico y el conventual. Y con todo, a pesar de esta teoría
educativa, la mujer hablaba[1].
¿Cómo llegamos a una sociedad como la de 1830, donde la mujer redacta su
propio periódico? ¿En qué momento comienzan a jugar un papel importante en el
ámbito público desde lo político, mujeres como Encarnación Ezcurra?... Porque
ninguna de ellas es un producto aislado, sino que proceden de una época,
debieron haber crecido con ciertos modelos e ideas sobre aquello que querían o
debían ser.
La participación de las mujeres en las
revoluciones del siglo XVIII se traduce en su compromiso cotidiano que varía
según las tradiciones y la situación de cada país.
Por cierto que el caso francés es el más
pleno, aquel en que las mujeres, que formaban la sans-culottiere femenina invaden el espacio político y público y
dan sentido nacional a sus actividades.
Su práctica militante depende en gran medida
de su ambiguo status de ciudadanas sin ciudadanía. Ciertos compromisos
femeninos tienden directamente a compensar su exclusión del cuerpo político
legal, a afirmarse como miembros del Estado.
El primer ámbito donde encontramos la
presencia femenina es en las tribunas, que constituyen un medio de mezclarse en
la esfera política de un modo a la vez concreto y simbólico.
Pese a esto, las mujeres no son miembros
plenos de las organizaciones revolucionarias.
Los objetivos femeninos dejan entrever un
cierto interés de independencia: sus asuntos son sus asuntos, y los hombres no
tienen por qué mezclarse en ellos. Esta militancia femenina, que tiene lugar en
la vida urbana, es ante todo popular y parisina.
Yendo fundamentalmente a la práctica de la
mujer en los medios dirigentes, ésta se inscribe en una frontera entre lo
público y lo privado: el salón. Éste ejerció tal influencia en la sociedad, a
través de las costumbres, que alcanzó a tener casi el carácter de una institución.
Espacio privado en la medida en que forma
parte de la casa, al que no todo el mundo tiene acceso; espacio público en la
medida en que es el sitio de encuentro entre hombres públicos. Es también lugar
de intercambios políticos entre los sexos.
Su carácter semi privado, semi público lo
conduce asimismo a desempeñar un papel estratégico.
En estos espacios de reflexión y
conversación, se discutían las últimas teorías estéticas, literarias y
políticas, corrían los chismes y los rumores, nacían y se extinguían pasiones,
se planeaban crímenes...
El salón representó un triunfo del
matriarcado, un espacio de libertad creado por una mujer: la salonnière; en general, una dama rica,
noble, cuya inteligencia actuaba como un imán sobre un grupo de figuras masculinas
eminentes.
El Salón nació en el siglo XVII, floreció en
el XVIII, llegó a ser casi indispensable en el XIX y se extinguió en el XX (con
la liberación femenina).
En Argentina, el Salón dio paso a la Tertulia.
¿Cómo llegó Rosas al poder?
Juan Manuel de Rosas era la hechura moral de su madre, Agustina López
Osornio.
“Tu posición es hoy terrible: si tomas
injerencia en la política es malo, si no sucumbe el país por las infinitas
aspiraciones que hay y los poquísimos capaces de dar dirección a la nave del
gobierno. Por ahora nada más te digo, sino que mires bien lo que hacés”.
Hacia Junio de 1820 el brigadier Martín Rodríguez, flamante general en
Jefe del Ejército de la ciudad de Buenos Aires, hizo llegar un pedido urgente al estanciero Juan Manuel
de Rosas, instándolo a participar de la defensa de la ciudad, amenazada por una
desorbitada anarquía.
Rosas no vaciló ante este llamado. Dentro de su federalismo, jamás
estuvo de acuerdo con grupos deliberativos en cuanto a toma de decisiones. No
creía en otra cosa que no fuera el autoritarismo personal, detalle que por otra
parte constituía un sólido pilar en sus trabajos de campo.
En Octubre fue designado Coronel de Caballería. Se lo llamó públicamente
“Restaurador del Orden y la Autoridad local”, en esa, su primera aparición
pública.
Rosas no era un hombre de campo, llano, sin otros límites que los que su
tarea imponía. Por el contrario, sin proclamar su apariencia libresca, era
hombre de lecturas permanentes y constantes.
Tras el pronunciamiento de Lavalle, se produjo el advenimiento de Rosas
al gobierno de la provincia. Revestido de amplios poderes, aclamado en las
calles por el pueblo y por las clases altas.
Orden y disciplina. El orden emanaba de su voluntad. La disciplina debía
llegar a todos.
“Cultivó su campo, y defendió la patria”. Así lo definía Encarnación.
Cuando algunos estratos comenzaron a oponerse a los “poderes
extraordinarios” otorgados al Gobernador, Encarnación lo tomó como ofensa
personal. Sin poderes, no quería ni podía continuar. Renunció. Una y otra vez.
Finalmente fue reemplazado por el general Juan Ramón Balcarce.
Dejó el poder con cierto resentimiento. Y marchó una vez más rumbo al
sur “para poner orden en la indiada que realizaba tropelías incluso en su mismo
establecimiento de Los Cerrillos. Se puso al frente de la Campaña del Desierto,
en calidad de comandante general de las fuerzas.
Partió con una mezcla de sordo rencor y tenaz determinación de ser el
único, el mejor. Donde pudiera.
Personalidad de Encarnación Ezcurra
Una mujer sin textos ni estudios previos.
Directa y muy personal, de reflexiones agudas, era una política nata.
Actuaba y razonaba políticamente en una época
en que las mujeres, más que sometidas, apenas contaban en la sociedad. Se
llamaba Encarnación Ezcurra.
De una audacia sin límites, fingió estar
embarazada para casarse con el hombre al que amaba.
Con apenas diecisiete años, se vislumbraba
una mujer de férreo carácter.
Criada en un hogar de ocho hijos, ella era la
quinta. Desde pequeña, sus características sobresalientes fueron la rebeldía y
el voluntarismo, tanto así que se imponía con una sola mirada o movimiento.
El 16 de mayo de 1813, luego del ardid tejido
por la pareja, se casaron en la iglesia de Montserrat. Dieron su consentimiento
los padres de la novia, Juan Ignacio Ezcurra y Teodora de Arguibel.
Como era costumbre, los recién casados fueron
a vivir a casa de los Rozas. No pasaría tiempo para que Agustina y Encarnación,
ambas de carácter fuerte, chocaran.
Ni la maternidad logró ablandar su temperamento
frío y seguro. Quería a sus hijos, pero no se ocupaba de ellos. Ni cuidados, ni
mimos, ni presencia de madre.
Aprendió a “hacer cuentas”, en una época en
la que contadas mujeres sabían leer y escribir. Otro rasgo de su personalidad
digno de resaltar.
Algunos años más tarde, el general Facundo
Quiroga la nombró su apoderada para todo tipo de negocios y operaciones. Con
libertad de acción y absoluta confianza.
Sin ser política, Encarnación había advertido
muy bien la fuerza de los estratos más bajos de la sociedad, que tanto
ayudarían a su acción.
Se unió a esta masa, no sólo para apoyarla;
sino para dirigirla.
Constantemente, su fiel amiga y compañera
alertaba y aconsejaba a Juan Manuel. Intuía y era capaz de ver, desde su propia
óptica, situaciones y posibles peligros.
Nunca se vio sujeta a las modas del momento.
No lució jamás joyas, ni ostentosos trajes.
Cuando sobrevino la infame acción de Lavalle,
escribió a Juan Manuel (cita).
En su doble función de agente política de
Rosas y agente financiera de Quiroga, tenía sus días muy ocupados.
Parecía que había pasado mucho tiempo desde
que Encarnación escribía las románticas misivas a su, por entonces, novio. Se
produce la mutación de esta mujer. De amante a compañera fiel que escribe
cartas políticas. Sin embargo, convivían en ella la ingenua y la soñadora de la
juventud, con la madura que imponía puntos de vista, consejos y advertencias.
Al llegar por primera vez Juan Manuel al
gobierno de Buenos Aires, la euforia de Encarnación no se hizo esperar. Guardaba
en su memoria hasta los más mínimos detalles. Estaba orgullosa de todo cuanto
su marido hacía. Y al partir él hacia el Desierto, quedó al frente del poder.
Tenía de su lado a la “plebe” (cita). Varias son las cartas en las que
Encarnación cuenta a Juan Manuel los pormenores políticos durante su ausencia
en el desierto.
Estas cartas se convirtieron en verdaderos
“partes de guerra”. Encarnación estaba siendo conocida ya como “Heroína de la
Federación”. Ella sola une todos los cabos e impulsa todas las acciones (cita).
Pero la oposición no se hizo esperar. Cansada
de soportar las infamias publicadas, ideó la salida de un pasquín acorde con
sus ideas. Lo llamó Restaurador de las
Leyes, sus destinatarios fueron quienes la habían atacado sin piedad.
Los dueños del poder no se resignaron a esta
pelea de pasquines. Poco faltaba para que la revuelta estallara.
Pasada la Revolución, que culminaba con la
renuncia de Balcarce, Encarnación insistirá vehemente para que su marido
regrese al gobierno de la provincia.
Pero Rosas seguía en el sur. Se sucedían
mientras tanto las conspiraciones de los exiliados en el Uruguay.
Pronto Encarnación informó a Juan Manuel de
una importante visita, la del general Facundo Quiroga. Poco tiempo faltaba para
que Juan Manuel regresara al hogar.
Encarnación comenzaría a batallar nuevamente
(cita).
Sobrevendría el precario gobierno de Manuel
Maza, y la conocida Misión de Quiroga al Norte.
Luego del episodio de Barranca Yaco, las
proclamas eran unánimes. Rosas debía regresar al poder.
Feliz se hallaba Encarnación, con la
satisfacción del deber cumplido.
Pese a todo, los años fueron yéndose. Juan
Manuel estaba cada vez más fuerte y seguro; Manuelita se incorporaba de a poco
en la vida oficial, siempre acompañada de su tía Agustina - esposa del general
Mansilla -.
¿Qué le quedaba a Encarnación? Ya no había
más nada por hacer. Aunque el pueblo siguiera venerándola no bastaba. Así, poco
a poco, se dejó estar. Cuando decidió que su misión estaba completa, murió.
Tenía cuarenta y tres años, hacía veinticinco
que estaba casada con Juan Manuel. Dedicó por entero su vida al triunfo de su
marido.
Sola y sin testigos desapareció una de las
figuras clave de nuestra historia. Puertas y ventanas fueron tapiadas,
siguiendo estrictas órdenes del gobernador...
[1] Encontramos mujeres que defienden sus
derechos: Isabel de Guevara, que solicita el reconocimiento de sus servicios
junto con otras mujeres que trabajaron arduamente en la primera y accidentada
fundación de Buenos Aires, y en virtud de lo cual se le conceda su "repartimiento perpetuo".
Juana Ortíz de Zárate, se niega a contraer matrimonio con el candidato impuesto
por el Virrey Toledo del Perú, y se casa con el hombre que ella elige.
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